Parte 1: De perdidos al Monte
Por fín llegó el día. Después de dos noches en Ordesa estábamos aclimatados al lugar y preparados para todo. Soltándonos el aliento a nuestra espalda, el gigante Monte Perdido (3359m), tercer pico más alto de los pirineos. A las seis de la mañana en Goritz ya había un jaleo tremendo, con cientos de personas recogiendo tiendas, desayunando, haciéndose con agua y preparando las mochilas. Todos a por el Perdido.
Como se puede ver en la foto, Goritz era un hormiguero. Para comenzar la subida cogimos número y nos pusimos a la cola, cual pescadería. Y subimos en hilera, hasta la cima, al más puro estilo playa de Benidorm.
Unas paradas estrátegicas para contemplar lo ascendido y para usar esa pequeña maravilla que es el camel bag.
En las primeras rampas, Soraya esperaba que esta cima tuviera más enjundia. Tanto oir hablar del mítico Monte Perdido y al final no era para tanto. Y lo cierto es que estábamos arropados por un enorme pelotón de montañeros que hacía imposible pensar que no lo conseguiríamos, o que nos ocurriría algo.
Ascendimos por sus faldas y, al llegar al lago helado, pudimos ver por primera vez la escupidera y la salida del sol, que nos dió un poco de mimo y calorcete.
La escupidera no deja de ser un tramo de unos 45º de inclinación, pero no por ello deja de parecer imponente. Se trata de una canal que conserva nieve y hielo hasta bien entrado el verano, y que en caso de error o caida te puede lanzar o «escupir» al vacío. En Agosto y ya casi sin nieve, sin embargo, no tiene mayores dificultades. Ahí vemos a 736 personas que ya están subiendo por ella.
Soraya admite un momento de dudas. Prefiere no mirar a la escupidera. Aunque es consciente de que no hay peligro, intuye algo de vértigo. Lo que viene siendo «un poco de miedito».
Por detrás tenemos la mole del cilindro de Marboré
Las moles son moles. Las personas son hormiguitas subiendo cada uno como puede. Y las cámaras imitación de la GoPro, siguen siendo chufas asequibles que hacen fotos sin rigos y sin amor.
Conocimos a Rollo, que bajaba de la cima un tanto crecido, y volvimos a echar de menos a mi Bosco, al que le fue vetada la travesía por precaución.
El vía crucis de Soraya hasta la cima tuvo buenas dosis de dolor y sufrimiento, y apostaría a que también hubo margen para unos cuantos pecados espetados por lo bajini. Para mí, en cambio, fue una ascensión muy diferente a la que hice cinco años atrás. En aquella ocasión lloré de impotencia, me dominó la ansiedad. Pues resulta que la paciencia es, al parecer, una virtud incuestionable. Con ella gestionas cada paso, esperando con calma el siguiente, negociando la energía justa para no cansarte. Lo que viene siendo caminar, vaya.
Nunca la ví más felizDescansamos un rato y nos hicimos las fotos de rigor, como marca la ley. En el código penal está estipulado que si no te haces las fotos clásicas en las cimas eres menos persona y menos montañero.
En la antecima nos permitimos un ratito de estudio de las nubes y contemplación de fenómenos,
…tales como el lago helado de Marboré,
…o como el sempiterno mar de nubes que se asoma por el valle de Gavernie,
…o el vacío sin más, lo que nos lleva a la ley de la gravedad y derivados. Dos mil metros más abajo, Pineta.
Diez metros más allá, Soraya contemplando Pineta.
Parte 2: El nudo
Y aquí llega el giro necesario por la que cualquier historia debe pasar. Tras una plácida ascensión llegó el descenso. Aunque todas, y digo todas, las 843 personas volvieron por la misma vía por la que habían subido, nosotros teníamos en nuestra hoja de ruta hacer un recorrido circular completo al bloque montañoso del Perdido.
Eso significaba coger la dirección más contraria posible, caminar en solitario como si una catástrofe hubiera aniquilado a la humanidad, y con ausencia casi total de señales.
En este tramo de incertidumbre también tuvimos bellas estampas del lugar, como esta de nuestro valle de Ordesa.
Perdimos altura de manera sana, sin complejos, por el denominado cuello del Monte Perdido. Por el horizonte apareció un pico travieso, con paredes verticales y apariencia inexpugnable. Se trataba del pico añisclo, o en francés Soum de Rammond en honor a su primer hollador.
Obsérvese la geometría de la cosa. El mapa decía que debíamos cruzar por su ladera izquierda,
…aunque no pareciera posible.
—Ladera izquierda los cojones…—pensaba yo.
No crean que no tenía bien a mano el mapa. Era un momento de gran incertidumbre y percibía que a medida que descendíamos hacia el vacío, las probabilidades de hacer el ridículo aumentaban.
Ahí tienen ustedes el último hito que veríamos hasta mucho después. El camino se perdía por un abismo que caía a la derecha, con una arista expuesta al final que habría que salvar no se muy bien cómo, y posteriormente continuar por un glaciar, y sin crampones.
Preferí prescindir del hito, pasar de largo y continuar. Lo que ocurrió a continuación fue que iniciamos una aventura, en su sentido más literal. Una aventura es una experiencia de naturaleza arriesgada normalmente compuesta de eventos inesperados, en muchas ocasiones estando presente cierta clase de peligro. En el mapa había marcado un pequeño camino alternativo, que jamás vimos, y que admito no haberlo encontrado por torpe. Aunque siempre podíamos regresar por donde habíamos venido, la pereza de tener que ascender lo caminado nos empujaba hacia delante. No me es posible describir con claridad ese episodio. Fuimos salvando el vacío, poco a poco, paso a paso, y cada vez que llegábamos a un «claro», no había seguridad de que pudiéramos encontrar una salida. Descendíamos de 50m en 50m, pequeñas victorias que no celebrábamos. En un momento determinado concluímos que había que conseguir llegar al glaciar, y después ya se vería.
Para llegar al glaciar atravesamos un paso con cierta exposición que estudiamos en profundidad. En momentos de pánico, en lo que menos piensa uno es en hacer fotos. Esta es la única imagen que disponemos de aquel tramo que descendimos por una canal muerta, con una inclinación poderosa, miles de piedras y rocas sueltas, partes expuestas y la convicción de que nadie había pasado por allí jamás.
Llegar al glaciar fue un regalo de los dioses. Quizá Soraya no se sentía muy cómoda, pero yo sabía que era la mejor salida. La nieve estaba bien, así que decidimos cruzarlo cuando la pendiente nos lo permitió.
Aunque se trataba de algo sencillo, de vez en cuando teníamos un resbaloncín, y al fondo se veía una caída de 2000 metros.
De nuevo un conato de foto con Soraya dejando de sufrir momentáneamente, y con la montaña maldita, que nos permitió salir casi tres horas después.
Dejamos el glaciar y saboreamos un poco de victoria. Nos topamos con dos extrañas montañas con forma piramidal: Los picos Baudrimont, dos asequibles tresmiles que ladeamos sin más ánimo que dejarlos atrás.
Un paraje excepcional que me transmitió una migaja de bloqueo. Haber llegado hasta un sitio tan aislado, tan expuesto, sin aclararme con el mapa y con Soraya dependiente de mis decisiones, eran suficientes motivos para sentirse bloqueado.
Finalmente subimos a ciegas por las faldas del Añisclo, con la esperanza de encontrar una salida, o algún hito al menos.
La salida de aquel nido de piedras y nieve nos relajó. Llevaba tiempo escuchando pensar a Soraya: «A donde coño me lleva ahora?».
Al fondo teníamos a la vista el último de los objetivos del día: La punta de las olas. Es esa cabeza de dragón que sale a mano derecha entre precipicios. Después de eso, supuestamente, tendríamos un plácido camino de descenso.
A la vista un entramado nuevo de montículos, entre los que destacaban el cañón de Añisclo y sierra Custodia.
Atrás dejamos el pico Añisclo, esa montaña rara con cara de perro, que hubiéramos intentado ascender de no habernos perdido como benditos en el infierno.
Ahí está Soraya, pensando que tengo el sentido de la orientación en el coxis.
Ahí un servidor, con la cara de perro.
Tras hollar la Punta de las Olas y atravesar un cresterío asequible hasta por un quejica con vertigo como yo, nos encontramos con un mar interminable de piedras sueltas.
Soraya inició un vertiginoso descenso que envidiaría hasta el mismísimo Perico Delgado «El loco de los pirineos», sin duda hartísima de la ruta, de perdernos y de llevar ocho horas de montiferio, y mentando en todo momento a la madre que me parió.
Después de una hora de interminable descenso donde perdimos 1500 metros de desnivel, y de nueve horas de caminata, nos topamos por fín con uno de los momentos más bellos de la travesía: Una señal.
El camino transcurrió por el tramo de GR11 entre Pineta y Goritz, un trayecto maravillosamente balizado que transcurre por la parte sur del macizo del Perdido. La belleza del sendero nos pilló por sorpresa, pues no esperaba nada de él, como mucho que nos regresara a Goritz. Pero nos encontramos con el esplendor de la Sierra Custodia, verde por doquier y el milagro de la geología.
Al rato llegamos a una cascadita. Quedaría una hora para llegar a Goritz. Parecía un digno final, un buen sitio donde refrescar las ideas y darle una tregua a nuestros maltrechos y olorosos pies.
Un bañito que envidiarían los mismos dioses. Quitarse la mierda de golpe, apreciar el agua helada como mil frigoríficos jalándote los huesos y, de golpe y porrazo, sentir que puedes volver a caminar otras once horas. Así es el agua, amigos.
Y finalmente divisar el pico Goritz. Con lo que casi teníamos al alcance el refugio, y dabamos carpetazo a un día gordo, en todos los sentidos, después de once horas y media de caminata.
Conclusión: La aventura, si sobrevives, dos veces buena.
Vaya aventura!! 😉
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Si!! Como cada vez que salimos al monte, verdad?
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